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jueves, 24 de mayo de 2012

Castillos de amor y de espanto, de niños y de libertinos




Tal como los castillos (Casas encantadas), aún los que se hacen en la arena, “nada nace, nada perece esencialmente, todo no es otra cosa que acción y reacción de la materia, son las olas del mar que se elevan y se hunden en la masa de sus aguas… es una variación infinita, miles y miles de porciones de distinta materia que aparece en múltiples formas que se derrumban y reaparecen mostrándose en otras formas para volver a aniquilarse para reaparecer de nuevo”, dice Sade, el Marqués (La Crueldad y la Violencia: Anatomía de Entidades Inmanentes).
Y así son los castillos, que para algunos místicos simbolizan las almas (“El viaje del héroe”), y para algunos psicólogos como Jung, también (Espiritualidad y Autotrascendencia).
Por eso no me asombra que toda la literatura esté bordada de castillos, pero me resulta interesante y bello (Willian Hope Hogdson).
Hay tantos castillos en la literatura, en la buena y la mala prosa, en la buena y la mala poesía, que si no supiera que todo lo que se edifica con palabras queda sólidamente asentado en algún lugar, creería que los escritores juegan con pompas de jabón (Las palabras ocultas en la inteligencia).
Pero cientos de castillos -o miles- nos cuentan sus historias desde textos cercanos y remotos; los hay ingenuos como niñitas, los hay crueles como el de Drácula (Ceremonia secreta), y hay algunos que todo lo trastornan, lo dan vuelta, nos ponen los pies en la cabeza y la cabeza en los pies y nos producen una angustia que no sabemos ubicar muy bien (La Revolución Psicológica).

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Por Mora Torres.