Por: Enrique Pfaab
VUELO. LOS LIBROS SON TESTIGOS DE LAS HISTORIAS QUE GIRAN EN TORNO DE ELLOS. DIBUJO. DIEGO JURI / DIARIO UNO.
Los libros también envejecen. Algunos lo hacen con mucha dignidad y otros simplemente juntan polvo y ocupan espacio, lo mismo que las personas. Entonces, ¿qué hacer con estos? ¿Cómo ganan espacio las librerías?
¿Cómo hacen los libreros para despojarse de esos ejemplares olvidados que nadie compró y que nadie comprará? Aún más: ¿los libreros todavía existen o solo sobreviven los dueños de librerías? Hace unos días se armó un revuelo en la calle Garibaldi: una de las librerías de esa arteria había decidido desprenderse de cuatro cajas llenas de libros y las metieron en contenedor de basura. Los peatones que pasaban por allí creyeron que era bueno hurgar para tratar de encontrar algo que mereciera ser rescatado de la ignominia.
Nada era muy útil. Textos educativos viejos y desactualizados. Algunos entendieron que tirar libros es atentado hacia la cultura y el conocimiento, pero entonces, ¿qué se hace con los libros que ya no se venden, que ya no se leen, que solo juntan polvo? Y el cronista recordó. Una antigua y tradicional librería de Buenos Aires había adquirido un gran departamento en un viejo edificio para usarlo de depósito y acumular allí los libros que ya no tenían lectores potenciales. Como una de sus especialidades era la jurídica, la librería tenía una gran cantidad de enormes ejemplares de La Ley y de El Derecho, que recopilan fallos y jurisprudencia.
Años y años de historia legan en esos enormes tomos muy bien encuadernados que ya no serían consultados por nadie. Allí estaban, apilados cuidadosamente y esperando. Cierto día apareció un tipo, un abogado más o menos joven. Se había asociado con un colega y había abierto un estudio. “Tengo una gran biblioteca en tres paredes de mi estudio. Son de 2,50 de alto por 4 de ancho y necesito llenarlas”, dijo. El tipo quería impresionar a sus clientes y necesitaba un decorado acorde. Don Alberto, uno de los libreros y dueños, le dijo: “Tengo lo que quiere. Le vendo 30 metros cuadrados de libros, pero los carga usted”. Claro que había libros no tan vistosos, pero igual de olvidados. El cadete de la esa librería (este cronista) se encargaba de ellos. Don Alberto se los entregaba a un módico precio y el muchacho se iba los sábados a la plaza Rivadavia en el subte de la Línea A.
Allí, entre libros y estampillas de colección, el muchacho los revendía con dificultad y con una ganancia escasa. Lo más interesante terminaban siendo las charlas con los puesteros, todos hombres grandes y curtidos. Pero también había una tercera opción para vaciar estanterías y dejar lugar para las nuevas ediciones. “En la librería los libros no se tiran. Espanta a los clientes”, decía Alberto. Entonces elegía aquellos ejemplares invendibles, incluso en la plaza, y hacía que el cadete los llevara a la plaza Lavalle. Allí había puesteros que competían moderadamente con las librerías formales. El muchacho intentaba sacar algunas monedas por un paquete de 20 ejemplares diversos o si no había oferta, directamente se los regalaba a esos hombres malhumorados y que sabían realizar alguna pequeña estafa para venderlos: cubiertas que no se correspondían con el texto, fechas de ediciones que no eran las reales y cosas por el estilo. Pero así como había libros viejos que nadie leería jamás, también había otros muy estropeados que no parecían valer dos pesos y que eran tratados como joyas por Alberto.
Provenían de las bibliotecas de los difuntos recientes. Compraba la totalidad de los ejemplares y seleccionaba aquellos que tenían valor por su autor, su título y su edición o alguna de estas tres cosas. Muchos llegaban sucios, manchados, ajados.
Alberto, con enorme paciencia y hasta con cariño, agarraba uno por uno y los limpiaba cuidadosamente. Con una goma de borrar blanca le limpiaba las páginas y la cubierta. Les borraba las huellas de los dedos manchados, las manchas de café o de vino, o la de una simple y cruel yema sucia. Con una lija para madera de grano muy fino les limpiaba los bordes, con el libro cerrado y después, entre sus bigotes tupidos y mirando a través de sus anteojos de leer, que no se quitaba jamás, los soplaba suavemente para quitarles lo que quedaba de polvo y de olvido. También mandaba a que el viejo Re, bicho oscuro y sabio que no salía jamás del sótano, cosiera alguna encuadernación. Pero una de las cualidades más grandes de Alberto era su capacidad de hojear un libro y en menos de 5 minutos hacer un resumen mental, archivarlo en su memoria y poder explicarle al futuro cliente de qué trataba el libro, y recordar sin dudar un instante qué otros títulos eran del mismo autor y qué fecha de impresión tenía el ejemplar ofrecido.
Un tío de este mismo cadete, Ricardo Roberto Romualdo Rolón (y otros nombres con R que ya nadie recuerda) fue fundador de una de las librerías más grandes de Asunción de Paraguay: Librería Comuneros. Allí los libros eran el motivo, pero también la excusa, de grandes reuniones de lectores, autores, políticos e intelectuales de la más variada especie.
Dicen que allí los libros jamás se tiraron. En todo caso servían para apoyar una botella de whisky y hablar por enésima vez de la vida y de mujeres. Augusto Roa Bastos supo ser uno de los concurrentes a esas reuniones mientras dejaba firmados algunos ejemplares de “Yo el Supremo”. Hace un tiempo el mismo cadete, ya demasiado grande para seguir siéndolo, pasó por la calle Garibaldi mendocina y entró a una de las librerías (otra, no la de los libros en el contenedor) y pidió Niebla, de Miguel de Unamuno.
El dependiente le preguntó quién era ese autor, qué genero cultivó y finalmente, después de 10 minutos de desesperada búsqueda encontró el ejemplar solicitado. Triunfante, el antiguo cadete regresó con el libro en la mano y con una sonrisa se lo entregó al cliente diciendo: “Están buenos los cuentitos de Unamundo ¿no?”.
Fuente:http://www.diariouno.com.ar/afondo/Los-libros-que-ya-no-se-leen-a-donde-van-20131007-0025.html
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